40 años, caminando a tu lado.
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LA TRAGEDIA DE 1970: LA LECCIÓN QUE DEBEMOS APRENDER

Ayar Gustavo Escobar La Cruz (@guschavin)

Ingeniero agrónomo con especialidad en zootecnia. Ha trabajado como asesor e investigador en entidades privadas, públicas y organismos de cooperación internacional

Dedicado a mi padre el Ing. Julio Escobar Aguirre quien en vida fue un estudioso de los sismos y uno de los fundadores de la Defensa Civil; y a las víctimas del Terremoto de Ancash del 31 de mayo de 1970.

Entre los pliegues de mi memoria infantil, resuenan aun algunas conversaciones de las reuniones familiares en las cuales algunos de mis tíos evocaban al Huaraz tradicional y decían algo orgullosos que en la ciudad uno se podía dar la mano de un balcón a otro y que los bordes de las aceras estaban negros porque los vehículos pasaban ajustadamente y las llantas dejaban su marca. Mi padre que, como ingeniero civil, conocía de la dinámica sísmica de la tierra y había estudiado la vulnerabilidad de la ciudad en este sentido, los reprendía algo adusto, pero cariñoso, advirtiéndoles que, si hubiera un gran sismo, este diseño arquitectónico sería una trampa mortal. Ante ello, no faltaban quienes le decían “no te preocupes, Julito, el Señor de La Soledad no lo va a permitir”. Mi padre les discutía, luego fruncía el ceño y los miraba condescendientemente.

No me tocó estar en Huaraz o Yungay, donde se vivieron los peores momentos de la tragedia, mi solidaridad y respeto hacia quienes allí estuvieron, pero compartiré esa vivencia que también me marcó. Lo recuerdo como si fuera ayer. Tenía 9 años, esa aciaga tarde, en que nuestra familia se encontraba en Carampoma, un distrito de la provincia de Canta al noreste de Lima. Llegamos allí a visitar a un ahijado de mis padres, uno de los muchos que tuvieron ambos durante su vida. Don Hernán Núñez, había sido uno de los albañiles en la construcción de la represa de Sheque, que mi padre dirigió y se encontraba en la parte baja del poblado. Se hicieron amigos y mis padres terminaron apadrinando su matrimonio.

Viajamos en el Volkswagen “Variant” de la familia la tarde del viernes 29 de mayo de 1970 a las 2 pm., llegando a Carampoma aproximadamente a las 7 p.m., donde fuimos cálidamente recibidos por el ahijado, su esposa, su padre, su madre y toda la familia. Nos alojamos en su casa. La idea era pasar un fin de semana compartiendo en el campo con ellos. El sábado 30 salimos al campo a conocer la chacra de la familia, pasamos un día agradable. Recuerdo que esa noche, durante la cena, no faltaron las historias de aparecidos y hazañas de cacería y pesca. Nada hacía presagiar el terremoto. La tertulia concluyó con el acuerdo de salir de cacería al día siguiente muy temprano. Eso hicimos, el 31 de mayo a las 5 a.m. salimos en busca de perdices y palomas. Para entonces, este era uno de los deportes favoritos de mi padre y nosotros, niños entusiastas de entre 9 y 12 años, íbamos de “capacheros” (ayudantes que recogen las piezas cazadas) de los mayores que eran quienes se encargaban de la faena.  Se obtuvieron algunas piezas y retornamos como a las 9 a.m. a la casa en el pueblo. A medio camino, paramos en la estancia de Don Hernán, donde su esposa ordeñaba sus vacas y nos hicieron tomar leche en una taza que recibió la leche directamente de las ubres.

Al llegar a la casa, luego del desayuno, descansamos un poco, mientras escuchábamos por la radio la transmisión del partido inaugural del Mundial de México 70, entre el anfitrión y la Unión Soviética. En ese interín, se dio una pequeña desavenencia entre mi madre y mi padre, propia de cualquier pareja. Ella, siempre previsora, decía: “Julio, hay que irnos ya, los chicos tienen que ir mañana al colegio”. Mi padre se había enfrascado en una animada charla, cervezas de por medio, con su compadre y ahijado, quienes nos decían “quédense, vamos a hacer una pachamanca, voy a beneficiar a mi chanchito que lo he engordado especialmente para su visita”. En ese contrapunto entre mis padres se alargó el tiempo y el potaje empezó a ser preparado ante cierta oposición de mi madre. Nos quedamos. Aproximadamente a las 2 p.m. empezó el almuerzo. Se había armado una mesa grande en el patio interior de la casa que tenía piso empedrado, una típica casa de pueblo rural de antaño. Nos sentamos todos allí, éramos algo de 15 personas, entre nosotros, papá, mamá y los cinco hermanos más la familia de ellos que era algo numerosa. Recuerdo que sirvieron una suculenta sopa mientras la charla se hacía cada vez más animada, evocando anécdotas y con algunos chistes de por medio.

Mi padre en la penosa tarea de fumigar cuerpos yertos luego del sismo.

A las 3:23 p.m. cuando nos disponíamos a degustar el plato de fondo, empezó el sismo. Primero con ruido sordo y un leve movimiento, luego vino un movimiento muy fuerte que parecía ir de arriba hacia abajo. Salimos a la calle, pero esta era muy estrecha y podíamos ver como algunas paredes de adobe se abrían y se cerraban, las piedras que algunos acostumbraban a poner sobre sus techos de calamina para que volaran con el viento saltaban e iban cayendo y los postes de luz se movían incesantemente produciendo un ruido atemorizante. Esto asustó mucho a una de mis hermanas que empezó a gritar y quiso correr, ante lo cual mi padre optó por levantarle la voz y agarrarla con firmeza para que no pierda el control.  Al lado de la casa, había un corral armado con piedras, en el cual había un cerdo. Nunca olvidaré el semblante del animal, tenía los ojos desorbitados y corría como desesperado dando los chillidos típicos de su especie, lo que hizo el momento más dramático. A los pocos segundos, el corral de piedra se vino abajo y casi aplasta a mi hermano gemelo,  pero  este  fue  jalado  a  tiempo  por  una  de  mis hermanas. Nos dimos cuenta de que las calles eran muy estrechas y las casas se venían abajo, debíamos buscar un lugar más seguro. Corrimos hacia un descampado que había a unos 50 metros, agarrados de los brazos. Yo recuerdo haber tomado el brazo de mi madre y haber dicho “¡ay mamacita!”. En ese momento también miré hacia un cerro aledaño y vi otra imagen que me quedó grabada. Un grupo de vacunos, se juntaban en un solo lugar como queriendo protegerse del evento telúrico. Fueron 45 segundos interminables.

El sismo acabó dejando una nube de polvo. Un niño había caído en medio del movimiento a una chacra que estaba en un desnivel cerca de donde nos ubicamos, fue ayudado por mi hermano mayor que logró jalarlo, saliendo algo magullado. El ahijado de mi padre, a quien habíamos perdido de vista en medio de la confusión, no había salido de su casa. Mi padre, ante los gritos de la esposa, fue por él y lo encontró de espaldas en la pared del patio, al parecer, paralizado de miedo, se quedó según dijo “queriendo aguantar la pared para que no se caiga”, fue sacado a empujones por mi progenitor, la casa estaba a punto de caerse. Todos estábamos conmocionados, mis hermanas lloraban, nosotros muy asustados y mis padres tratando de darnos calma. Con la solidaridad y el altruismo que lo caracterizó toda su vida, luego de constatar que estábamos todos bien, mi padre, decidió tomar acción, organizando a la población para evaluar los daños.

Niños pequeños en los escombros de la ciudad (fotografía, Ing. Julio Escobar)

Caminamos todos hacia la plaza donde estaba nuestro auto que se había movido de lugar con el sismo. En compañía de su ahijado y compadre, buscaron al alcalde, el gobernador y otros pobladores que ejercían cierto liderazgo local. Había varios heridos y casas destruidas. Luego con un grupo de pobladores, aproximadamente 40, decidieron bajar caminando a la represa de Sheque para constatar que no había sufrido daños o en el peor de los casos, se había destruido, lo cual hubiese ocasionado un alud de proporciones que hubiese llegado hasta Lima. Estaba intacta, respiramos tranquilos. Decidimos entonces intentar avanzar por la carretera que baja por el valle de Santa Eulalia, pero solo avanzamos unos kilómetros. Una gran cantidad de piedras obstaculizaban el camino. En un tramo, un montón de piedras redondeadas habían bloqueado la carretera, mi padre intentó pasar sobre ellas, lo logró, pero el auto casi se va de nariz y pudo quedar allí. Más allá, había piedras en todo el camino y en algunos lugares los cerros se habían “vaciado”, dejando un escaso espacio para que pase un vehículo ladeándose. Hasta que llegamos a un lugar donde había caído una enorme piedra del tamaño de una casa que había tapado completamente la carretera. Regresamos a Carampoma, y esa noche dormimos en el auto en la plaza de armas, no había otra opción. Cada cierto rato había réplicas, no podíamos conciliar el sueño. Hasta ese momento no se sabía dónde había sido el epicentro, la poca señal de radio que llegaba no permitía escuchar con claridad las noticias, solo se decía que era por el norte.

Al día siguiente, el 1° de junio, por la información de radioaficionados se supo que el epicentro había sido al frente de Casma en Ancash y se escuchó: “Huaraz ha sido destruido y Yungay ha desaparecido”. En ese momento, mi padre, a quien hasta entonces yo consideraba un hombre fuerte y rudo, rompió a llorar, diciendo “¡hay 15,000 muertos!”. Era la noticia que inicialmente daban los informativos. Mi madre trataba de consolarlo, pero a medida que transcurría el día, se daba cuenta de que el número de víctimas iba en aumento.

Volvimos hacia la carretera esa mañana y encontramos una gran fila de vehículos que no podían pasar a causa de la enorme piedra que bloqueaba la carretera. Mi padre se acercó al lugar de los hechos y se encontró con ex trabajadores de la obra que dirigió y efectivos de la policía con quienes coordinaron como resolver el hecho. Había que dinamitar la piedra e ir a buscar los explosivos al aledaño pueblo de San Juan de Iris. En el auto nuestro, él, en compañía de 1 policía y 2 operarios, fueron en busca de lo necesario. Retornaron como al mediodía e inmediatamente empezaron a preparar los “calambucos” para volar la enorme piedra. Cada que se encendían las mechas, nos indicaban a todos que nos metiéramos debajo de los vehículos porque venía una lluvia de piedras más pequeñas, producto de las voladuras. Luego, cuadrillas de obreros iban limpiando los restos y se trataba de avanzar.

Esa noche regresamos a dormir al campamento de la represa de Sheque donde mi padre era conocido. Entre tanto, las noticias que iban llegando eran cada vez más aterradoras, ya se hablaba de 30,000 fallecidos. Durante 2 días más estuvimos yendo al lugar donde estaba la piedra a verificar si era ya posible pasar, lo que ocurrió recién el miércoles 3 de junio por la tarde. Al día siguiente, ya en Lima, todos preguntaban qué había ocurrido con nosotros. Hubo quienes pensaron que habíamos fallecido, pensaban que estuvimos en Huaraz, hubo que contar la historia en el barrio y el colegio. Las noticias que corrían eran cada vez más terribles. El cuadro era dantesco. Una nube de polvo cubrió Huaraz por lo menos 3 días, razón por la cual las naves aéreas que llevaban ayuda no podían aterrizar y optaron por tirar alimentos en paracaídas, lo cual produjo algunos incidentes entre los pobladores porque no todos lograban acceder a ellos. También el hedor de los cuerpos enterrados se hacía insoportable y hubo saqueos, la situación se fue descontrolando.

Al cuarto día aterrizaron las naves en el estadio y se tuvo que declarar ley marcial. Los aviones y barcos con ayuda internacional llegaban a Chimbote, dándose además una competencia entre los EEUU y la Unión Soviética y sus respectivos aliados para ver quién traía más ayuda, era la época de la “Guerra fría”. Hubo mucha ayuda de muchos países de todo el orbe. También salían vehículos de carga de diversas instituciones públicas y privadas desde Lima llevando ayuda hacia la zona afectada. La solidaridad se hizo presente. Mi padre se puso al volante de un camión de las EEAA (Empresas Eléctricas Asociadas) donde él trabajaba, llevando ayuda y enrumbó hacia la zona del desastre, primero a Chimbote donde se acopiaba la ayuda y desde allí avanzaron hacia Huaraz vía Casma en la medida que la maquinaria iba limpiando. Permaneció seis meses en Huaraz. Le tocó la penosa tarea de reconocer los cuerpos de amigos y familiares fallecidos, además de sumarse a las tareas de rescate junto con los voluntarios y los miembros de las FFAA. 

La casa de mi abuela en el barrio de Belén se había derrumbado, pero solo murió una sobrina muy pequeña. Todos los demás familiares cercanos nuestros sobrevivieron, pero debieron vivir en carpas por un buen tiempo. Si para nosotros fue un evento traumático, para mi padre lo fue más, pues vio como la ciudad donde creció se había destruido en un 90%. Se contaron alrededor de 18,000 muertos solo en la ciudad, 70,000 en todo el departamento, 25,000 de los cuales, perecieron en la sepultada ciudad de Yungay, 20,000 desaparecidos y 150,000 heridos. Cuando retornó a Lima, sufrió durante buen tiempo de estrés post traumático, tenía pesadillas con frecuencia. A todos, la impresión nos duró varios años. Cada persona que vivió el terremoto tiene una historia.

La reconstrucción de la ciudad demoró. Se tuvo que hacer un nuevo trazo de esta, diferente al de calles estrechas, casas de adobe y pisos empedrados. Se construyó de material noble con calles anchas y varios parques que antes no existían. Lamentablemente en ese proceso no estuvo ausente la corrupción. La lección que nos dejó el sismo fue grande y debe aprenderse, hoy por hoy podríamos decir que esto no viene ocurriendo. Las culturas antiguas como Chavín que florecieron en el Horizonte Temprano desarrollaron el urbanismo con el pueblo de Waras y su centro Pumacayan, desde donde se constata que la ubicación y construcción de las poblaciones se hacía alejada de los cauces de los ríos y quebradas y en base a materiales del lugar como piedras. En el Horizonte Medio, las culturas Recuay y Wari dejan evidencias arqueológicas similares en Wilcahuain y Waullac Al caer el imperio Wari, en el incanato, continuó el mismo concepto. Con la invasión española, en 1574 Alonso de Santoyo funda el pueblo de San Sebastián de Huaraz, formado por catorce barrios, con el propósito de que sea un asentamiento minero. En 1576, se crea el corregimiento de Huaylas y se designa a Huaraz como la sede, la que luego en 1784 es capital de Huaylas que era parte de la intendencia de Tarma y es elevada a la categoría de Villa por el Virrey Teodoro de Croix. Con todo ello, la ciudad empezó a crecer urbanísticamente, adquiriendo importancia política y económica pero dentro del concepto español, la ciudad cerca al cauce del río, las calles estrechas y las construcciones de adobe. Tal parece que los ibéricos desconocían la prevención o andaban más preocupados en enriquecerse.

En la República, en 1820, don José de San Martín envió a Juan de la Cruz Romero quién proclamó la independencia en quechua, pero luego fue enviado al coronel Campino, el cual declaró la independencia, eligiéndose como gobernador provisional Juan Mata Arnao. Asimismo, «La muy noble y generosa ciudad de Huaraz», fue reconocida así por el Libertador Simón Bolívar por la contribución de sus pobladores a causa de la independencia nacional.  Es así como Huaraz fue creciendo y afirmándose como la capital del departamento de Ancash, creado en 1839 por Agustín Gamarra. En todo este periodo histórico, la arquitectura colonial se afirmó y quedaron los restos arqueológicos como monumentos históricos, lo que resultó siendo pernicioso para el futuro de la ciudad, pues no se dimensionó ni se previó la contradicción que significa tener una ciudad con una impresionante belleza natural con la forma en la que ésta se ubica y las construcciones que se debía tener para prever la ocurrencia de algún desastre propio de la geografía y la naturaleza de nuestra región.

El 13 de diciembre de 1941 se produjo un aluvión por un enorme pedazo del glaciar que cayó a la laguna Palcacocha (hoy por hoy en riesgo de desbordarse) y causó la ruptura del dique morrénico que contenía a la laguna. El agua se desbordó hacia el valle destruyendo en su camino a la laguna Jiracocha, y generando la avalancha que en 15 minutos llegó a Huaraz, causando la muerte de aproximadamente 1,800 personas. Mi padre para entonces tenía 12 años y fue uno de los sobrevivientes. Es evidente entonces que Huaraz es una zona de alto riesgo aluviónico y sísmico, como se constató aquel 31 de mayo de 1970. A las 3:24 p.m. se produjo uno de los terremotos más devastadores de la historia peruana. con epicentro localizado a 44 kilómetros al suroeste de la ciudad de Chimbote, en el Océano Pacífico y una profundidad de 64 kilómetros. Su magnitud fue de 7,9 en la escala sismológica de magnitud de momento. Se produjo además un violento alud que sepultó las ciudades de Yungay y Ranrahirca.

En 1972 se creó la Defensa Civil y se instauró el 31 de mayo como “Día de la Solidaridad y de Reflexión en la Prevención de Desastres en Perú”. 50 años después, deberíamos asumir que el país y la región deberían hacer una importante inversión en desarrollo de capacidades y medidas preventivas frente a desastres y además una planificación urbana consistente. Huaraz es hoy la “capital de la amistad internacional» en virtud de la ayuda humanitaria que llegó con el sismo de 1970; pero además ostenta el título de «paraíso natural del mundo», otorgado por el Swiss Tourism Awards 2007 realizada en Lugano (Suiza). Sin embargo, estos títulos contrastan mucho con el crecimiento urbano desordenado que ha tenido la ciudad. Muchas construcciones no se ajustan a las normas para ello ni a los tipos de suelos con criterios de sismicidad y al mapa de riesgos de la ciudad. La autoconstrucción campea y no se cumplen la planificación urbana, que termina siendo letra muerta como tantas otras cosas en un país donde la informalidad es vigente. Esto nos pone en el umbral de la posibilidad de que un nuevo desastre nos devaste.

El terremoto marcó un hito, cambió muchas cosas, no solo la arquitectura de la ciudad, desaparecieron algunas familias, otras migraron a Lima y ya no volvieron y llegaron muchas personas de la zona rural y de otras latitudes, incluso extranjeros. Huaraz se abrió al turismo mucho más que antes y hoy es un espacio donde confluyen muchas culturas, lo cual es una enorme riqueza, pero termina siendo una complicación si no se comprende y se orienta esa diversidad para generar una identidad que nos conduzca a generar mejores condiciones de vida para todos.

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